sábado, 10 de enero de 2015

jóvenes violentos

jacques henry lartigue


Ayer de madrugada, me puse a observar a la poca gente que vi desde la ventana de la cocina. Estaba un poco de bajona, y observé. Apoyé la frente contra el cristal, sentí el frío del invierno en la mente. Es un frío que a veces me invade, cada vez es menos frecuente, pero es como un virus que te traga de vez en cuando, cuando menos lo necesitas. No sé si es el frío del invierno, el frío del Norte, mi frío o el frío de los jóvenes violentos. Es curioso cuando creen que tras una voz que muchas veces no se oye se esconda una ira que a veces me sorprenda. Lo que ocurrió en ese momento, en ese instante de la noche en el que pasas el umbral del sueño, y a veces de la cordura, fue que me di cuenta de varias cosas. 
Una de ellas fue cuando vi a un paisano que caminaba haciendo zetas por la calle, desde mi posición, a vista de pájaro, y que iba dirección La Calzada. Señor medio, hetero oficial, blanco y obrero de fichar. Una gran cocida. Casa. Señora y cama. Y pijama gastado. ¿Y yo? En casa. Sin trabajo, por más que busco. ¿Hacia dónde va todo esto? No lo sé. Al final, te aferras a la utopía, a la revolución, a la pasión, y no quieres más que huir, y por eso escribo tanto acerca de irme, de irnos, de ti, de tus ojos, de coger un coche y marchar. Otra de las cosas de las que me di cuenta, fue mirándome en el reflejo del cristal de la ventana. A un lado del cristal, el chocolate en una taza y yo en camiseta. Al otro lado, la noche, gélida, e imposible de amar, porque nunca acabas de conocerla del todo. Y si no conoces algo, es imposible amarlo de verdad. Hasta sudar.
La gente bebe para evitarse. Y eso es muy jodido.



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