martes, 24 de febrero de 2015

con amor y absurdidad



El café. Palabras cruzadas. El calor de dentro. El frío de fuera. Las olas. El invierno. Las tormentas. Incluso que me escribas desde el Norte, con absurdidad. Nuestra causa: la revolución. Dicen que hoy hará más frío que ayer, y yo no puedo más que sonreír. Y me quedo aquí. Espero el caos, y abrazo la locura.

moteros tranquilos

Are we there, de Sharon Van Etten



¿Sabes que a veces me funciona eso de ponerme un sombrero y verlo todo distinto? Ahora mismo son las dos de la mañana, y graniza.
¡bang! Tengo el bombín en el asiento del copiloto. El calor huele a verano, como Madrid en primavera. Que huele distinto, y tienes los mocos secos. Me queman las mejillas, y vuelvo a ruborizarme, pero esta vez no por pudor. Apoyo la cabeza en el respaldo. Sonrío. No conozco esta ciudad. Reconozco tu forma de andar desde la distancia. Saco la cabeza por la ventanilla, y te silbo. ¿Subes? Suena una cinta vieja que se para cada poco. Esta noche, la carretera es infinita. Hoy no termina nada, al contrario. Es justo ahora, es en estos días, cuando empieza todo. Y ese pudor, que me reitero, ya no siento, ha desaparecido del todo. Y es entonces cuando ya puedo disfrutar de absolutamente cada momento del sueño, de este sueño. Hay gaseosa verde en el asiento de atrás, cigarrillos en la guantera. Persigamos la luna, que no se vaya nunca. Todo está bien.


lunes, 23 de febrero de 2015

los árboles mueren de pie

madi ju




Me gustan los domingos, los pistachos y la música noise. Una vez él me dijo: te hartarás a temblores. Y desde entonces no he dejado de tiritar.


sábado, 21 de febrero de 2015

las diez caricias que estremecieron el mundo (y otras dos que no contaban)

william eggleston





Llevaba toda la noche trabajando. Tan solo hacía un mes que había empezado ese curro. Una cadena de montaje, en una nave industrial, en las afueras de la ciudad. Todas las noches. Le pagaban mal y tarde pero tenía la mala costumbre de comer todos los días y tenía una montaña de facturas encima de la mesita de noche, y muchas veces le pesaban en el sueño. Esa noche, se tomó un descanso un poco más largo de lo normal. Unos dígitos gigantes relucían en un verde sucio en una farola destartalada del final de la calle. Le recordaban que todavía le quedaban unas cuatro horas de faena. Hacía un frío insoportable, se refugió en la bufanda, y caminó hacia la única cafetería abierta a esas horas, expresamente para los trabajadores y los insomnes de esa zona. Nadie dentro, salvo un camarero enjuto y seco, con cara de estar demasiado de vuelta de todo. Se sentó en un taburete de sky pegajoso, y pidió un café. Había poca luz, y de vez en cuando entraban fogonazos de algún autobús fluorescente que pasaba por la cristalera del bar. El camarero estaba en la otra punta de la barra, rehaciendo un crucigrama que estaba aun por terminar. Delante de donde se había sentado, había un eterno bote de cristal relleno de ketchup que jamás se había usado, y que criaba años en aquella esquina, acompañado de un frasco con sal, de la que intermitente emergían hormigas y alguna que otra cucaracha. Fuera empezó a llover, y se oían los charcos, la lluvia, el viento, el aburrimiento, el tedio, lo que bullía fuera, incluso si se esforzaba mucho, podía escucharla a ella respirar profundamente, atrapada en algún sueño de estos que solo puede tener la gente maravillosa.  Removía mecánicamente el café, mientras recreaba esas caderas en su mente. 

viernes, 20 de febrero de 2015

muerte en Saigon

stephen shore


Se le pegaban los zapatos al suelo. Sucio y pegajoso. Aun le quedaban unos días en aquél lugar y los estaba aprovechando de forma muy rara. Había días en los que se levantaba al amanecer y desayunaba y salía al mundo, y había otros en los que salía el sol y aun no había despedido a la noche. Su mesita de la cama confesaba sus vicios menos secretos. A la vista de cualquiera que visitaba su habitación cada madrugada, estaban sus piedras en el camino. 
Estaba en aquel tugurio de mala muerte. La gente gritaba en otro idioma como si estuviera en otra dimensión. Perdida en otra burbuja que ni siquiera estaba cercana, observó sus restos en el plato. Había pedido cubiertos: nunca se manejó bien con los palillos. El sake se lo había pimplado hacía una hora. Y sin embargo, esa pasta frita mil veces en un aceite más negro que su futuro, y rellena de algo que sabía a detergente, se le resistía. Se sirvió más sake abandonado de la mesa de al lado. Estaba un poco borracha y sonrío al percatarse. Esta noche se había pintado un poco más la raya del ojo, y se veía especialmente guapa. Le esperaba otra botella en la habitación de la pensión, y un techo presumiblemente igual que el de ayer. Había venido a Saigón en un arranque de demoledora soledad y espontáneo pico económico en sus dos últimos meses trabajando en aquella mierda. Solo vino con una mochila y una bolsa llena de desasosiego sin color. 
Muy de vez en cuando pensaba en su mirada, llevaba tiempo siendo fría. Y también pensó que él nunca estuvo allí, en aquella ciudad. Miró la puerta del tugurio, pagó la cuenta, se levantó, se dirigió al baño, se pintó los labios de rojo oscuro, y se fue caminando tranquilamente a una nueva noche perdida, la cual no tenía ni ganas ni esperanza de encontrar.